El Estado cubano ya no puede ocultar que tiene más de feudal que de socialista; excepto porque si en aquel sistema había señores, hombres libres (vasallos) y siervos, en este sólo hay señores y siervos. La gerontocracia de la Isla decide qué podemos y qué no podemos comerciar, cuando nos lo permite, e impone altos impuestos para beneficiarse gratuitamente de nuestro esfuerzo; el claro propósito de un sistema como éste no es ayudar al pueblo a salir adelante económicamente, ni crearle un entorno de bienestar y libertad económica, sino todo lo contrario. Cuando le autoriza a comerciar, lo hace bajo condiciones desiguales, y porque no tiene más remedio, hallándose sin dinero y llorando miseria, transigiendo pálidamente aquí, y apretando la mano allá.
El éxito de este sistema depende del fracaso del individuo, de su sufrimiento, de que permanezca preocupado todo el día pensando qué va a comer, cómo va vestir. Si el pueblo cubano obtuviera un cierto grado de libertad económica, entonces no se vería obligado a hacer cuanto se le antoje al Estado, no tendría que asistir a inútiles marchas, ni fingir que piensa de otro modo, ni reírle las gracias a los estúpidos jefes.
El Estado, dueño de todo, jamás nos dejará ir más allá de lo que determina. Su objetivo es mantenernos dependientes, atados a su mediocre maquinaria represiva. Es por ello que nos condiciona en todo, que nos obliga a pedirle permiso por la cosa más trivial, que nos encierra en un satánico juego cuyos infelices demonios son asustados burócratas ignorantes.
Es un gobierno de incapaces. 52 años en el poder no han sido suficientes para hacer prosperar al país, para hacer feliz a su gente, aunque sí para hundirla en la más perentoria miseria.
El Estado tiene que reconocer que ha fracasado. Su discurso es el de un loco que enuncia vigorosamente frases huecas como: la batalla de ideas, el momento histórico, el heroico sacrificio del pueblo. Pero todo se delega en el futuro, mientras en el presente el pueblo se rompe la cabeza pensando cómo sobrevivir.
Generaciones enteras se han sacrificado, tal y como pide el Estado “socialista”. ¿Y qué tenemos? Nada, excepto preocupaciones cotidianas, miedos arraigados y un profundo sentimiento de que la vida en Cuba no vale la pena.
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